sábado, 30 de julio de 2011

LA VERDAD. Impulso irresistible


TIRSO MARÍN, EL INEFABLE HABLADO
El colega del periodismo, y también autor de un buen fajo de libros, Tirso Marín, se nos fue al otro
mundo el 14 de julio pasado. Como viene ocurriendo con los personajes conocidos, casi todos le llamábamos Tirso a secas, igualito que hacen los profesores de Literatura cuando citan a poetas y dramaturgos del Barroco español de los siglos XVI y XVII. A aquel primer Tirso (Tirso de Molina, que era el seudónimo de un monje mercedario) se le debe la creación del mito de “Don Juan” por su obra “El burlador de Sevilla”, y aunque el compañero de nuestros días también era conquistador, elegante, un tanto barroco por la parte de su romanticismo y amante de las crónicas de sucesos y juzgados de guardia, pensé en llamarle “El burlador”, pero eso era lo que no era. Así que me pasé de escritor y me acerqué en el tiempo; de modo que me acordé de quien reunía también sus gustos: Larra, periodista y crítico, quien escribió algunas crónicas con el sobrenombre de “El pobrecito hablador”, y creí que le encajaba, con un cambio.
     Jugando con lo que dicen los diccionarios, podríamos definir a una persona inefable como una mujer o un hombre de una naturaleza, de un carácter y de una personalidad tan grandes, cuyas manifiestas cualidades, y aún otras, no se pueden expresar con palabras. Tirso era amable, simpático, educado y elegante, eso para empezar; después: siempre se interesaba por ti, por tus proyectos, por tus escritos, por lo mucho que le habías ayudado a reflexionar sobre lo que para él era lo más inverosímil, según me dijo más de una vez. Se acordaba de lo hablado en la última conversación, o incluso en la penúltima, y a lo mejor ya habían pasado más de seis meses, con todo lujo de detalles; te aconsejaba si te veía dudoso, te actualizaba más o menos, y se despedía de forma educada después de un rato, que solía hacerse largo (y a ti se te hacía tarde puesto que te esperaban) porque lo que sí que tenía, como don, era una gran dosis de hablador, con soltura, finura y gracia; y con mucha memoria. Chistoso por naturaleza, se hacía el despistado cuando le convenía incidir sobre lo que le interesaba y no había “sesión” discursiva sin mentar los toros, los personajes populares y las tertulias, actos benéficos y otros acontecimientos sociales donde era requerido y él después sacaba unas jugosas crónicas y críticas sociales, para envidia de notarios y escribanos. Que conste en acta.
Demetrio Mallebrera Verdú